Don
Lugardís, se llamó siempre Don Lugardis… Su apellido era Fuegos, según sus
papeles, aunque él decía, que su verdadero apelativo era Cienfuegos; que
contaba el finao su padre que al “ser asentao se lo habían cortao”, quedando en
lugar de Cienfuegos, nada más que Fuegos. Lo cierto era que nadie lo conocía de
otra manera, que no fuera por Don Lugardís.
Don
Lugardís, era uno de esos viejos requeteviejos, que nos hacen pensar que
siempre fueron viejos… De sus lacios cabellos color de humareda, desprendíasele
un mechón en garfio, que rompía en cruces las arrugas de su frente. Vestía un
chiripá hecho de un poncho vicuña. Calzaba usutas, y en las grandes fiestas,
botas de potro. Sus piernas arqueadas de tanto montar, remedaban con donaire
las curvas de los costillares…
Encerraba
Don Lugardís toda la ciencia de la comarca. Curaba, a la gente con unas grasas
que guardaba en unos cuernos de vaca, y a los animales, con ‘palabras’ y ‘sobre
el rastro’.
Era
“descubridor de espantos”; hablaba con los espíritus del lugar; era “despenador
de almas”, buenas y malas; era rabdomante infalible; augur de cosechas y
pariciones; daba consejos a las mozas y a los mozos; conocía como ninguno en la
aberración sidérea, el rastro del sol, de la luna, y de todas las estrellas;
era rastreador “bajo tormentas”; sabía bolear como el mejor: suris, potros y
guanacos; en sus años mozos había tenido duras peleas, de las que solo
conservaba algunas cicatrices en las manos; bailaba, algo sabía cantar, y sus
dedos aún se arreglaban para arrancarle a las cuerdas vidalitas y chacareras;
conocía los animales y sus costumbres: si eran útiles, dañinos o ponzoñosos;
conocía las plantas de la región: sus plagas, sus aplicaciones terapéuticas, las
tinturas que producían; era de buena mano para sembrar y castrar; era buen
lonjeador y trenzador; (…); era de una sola palabra; era generoso, valiente y
honrado. Su experiencia era grande, como grande su imaginación.
Don
Lugardis, como todos aquellos seres endurecidos que habitaban aquellas tierras
empobrecidas, amaba entrañablemente su terruño, llevándolo su querer, a
exagerar sobremanera sus dones. En su mente, conservábase aún frondosa la
fantasía que nos legara el hombre de aquella época lejana, cuando las primeras
luces de la razón, proyectábanse apenas en la noche inaugural de la humanidad.
Su
mundo, empequeñecido bajo la luz del sol, donde el gaucho todo lo domina, se
tornaba más allá del crepúsculo: insondable, inconmensurable, misterioso… Ya en
la noche, gobernábanlo “los espantos”; en ella, la “salamanca”, senatus
pandemónico, abría las puertas, y satán, en conclave con sus acólitos, hacía la
ley de las tinieblas…
Don
Lugardis, hijo primogénito de su pago, había pasado casi todos sus años en
aquella región, donde día a día, las tareas se sucedían idénticas: dar de beber
al ganado, ordeñar, curar algún animal, sembrar; campear alguna osamenta
siguiendo el vuelo de los cuervos, o alguna presa del león para envenenar,
tareas a las que seguían las fiestas…
Las
fiestas de aquellas gentes, excepción hecha de los carnavales, carreras, riñas
y tabeadas, eran sus mismas tareas vernáculas: la yerra, la doma, etc., que se
transformaban en deporte, cuando eran ejecutadas por diversión, sin paga, y sin
que nadie les mande. A ellas el gaucho llegaba de leguas a la redonda, sin
esperar invitación. Concurría a estos juegos con caballo y prendas de su
pertenencia, eran estos elementos su mejor salvoconducto, pues con ellos podía
participar sin pedir licencia.
Estas
fiestas eran el circo de sus proezas, se iba a ellas a consagrar el caballo, “las
bolas”, el lazo, “las nazarenas”, “la guacha”…
Entre
los mosqueteros, estaban en primer término el dueño de la estancia con sus
familiares, a los que se sumaban algunos vecinos juiciosos, y de cierta
categoría, quienes en conjunto, constituían una especie de jurado, en el
agreste torneo. Se agregaban luego los “changos agregados”, que se
enhorquetaban en el palo a pique del corral; algunos ancianos achacosos, que
asomaban las barbas por entre las rendijas de la empalizada; sin que nunca faltara el gaucho pobre forastero,
que de monada en monada se hiciera caer en cuenta; ni tampoco las niñas
comedidas, las que al par que cebaban el mate, cebaban las llamas del coraje,
abriendo sus corazones al heroísmo y a la destreza de los vencedores.
En
estas olimpiadas rústicas, han nacido muchas de sus leyendas…
Así
comenzaba narrando: que “Don Eumelio Cejas”, en una ocasión había montado una
mula arisca, que le había hecho trizas los guardamontes a mordiscos; que le
había clavado “las lloronas”, y que se le había arrastrado a corcovear, sin
poderlo ni siquiera mover… Luego cuentan que este Cejas montó a la mula en pelo…
Después, que la había montado con la cara para atrás, y que se la habían
largado al campo abierto, echando fuego por las narices… Y así, de fogón en
fogón, de velorio en velorio, la leyenda va hipertrofiándose, desformándose…
Cuando llega a los nietos “Don Eumelio Cejas” ha perdido su nombre, y solo se
sabe que fue un forastero, el que en una ocasión monto al mismo diablo por
mula, y que lo había hecho reventar corcoveando…
Como
tanta hazaña no podía ser obra de un mortal, aquel héroe se pierde en el
misterio, haciéndose enigmático, legendario, sobrenatural…
(Don
Lugardís era un gaucho santiagueño, de Frías).
(Fuente:
“Contaba Don Lugardís allá en Santiago”, de Samuel Sosa Córdoba)
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