De antiguo el pelo overo rosado lo codicia y lo busca el hombre que quiera engalanarse en monta que lo torne de excepción. De ahí que algunos cabañeros de la Argentina y del Uruguay traten de obtenerlo. Las anécdotas de la vida, de su natural, pueden servir de ilustración valedera y firme. Busquemos al overo rosado en su existencia viva, fuera de la literatura, y los hallaremos tal como los descubrió y contempló el poeta: un flete nuevo y parejito; vistoso, de conformación perfecta, cuya gracia arrolladora se destaque y sea de los que a su paso recojan las miradas y las alabanzas.
Cipriano Giménez, un resero de los
fondos de Tapiales, de la costa del río Matanza, era dueño de una tropilla de
overos rosados. Aún se recuerda y se habla de los overos de Giménez. Eran ocho
animales parejos, de buena alzada y de una mansedumbre y obediencia de ver y
apreciar. Salía el resero en los días patrios, con vestimenta gaucha a lucir la
tropilla del mismo pelaje, ya por San Justo, ya por Mataderos, ya por Floresta,
y hasta solía llegar a Flores. La gente se hacía ojos y asombro al paso de la
tropilla que el resero hacía detener y avanzar a silbos.
En una visita de Hipólito Irigoyen a la
Sección Primera, en homenaje al caudillo, le salió al encuentro Cipriano
Giménez… El que a los pocos años sería presidente, se prendó de la tropilla y
del gallardo gaucho que la dirigía. Cipriano Giménez usaba la vestimenta
tradicional; un atavío en todo su esplendor; iba sobre un overo rosado semejante
a la preciosura que se pinta en el Fausto. Flete movedizo, de vivos ojos,
ruidoso de coscojas y con recado llamativo y brillante por el platerío.
Se le podía aplicar un par de versos
lucientes: “Le iba sonando al overo – la
plata que era un primor”.
Observando al criollo tan sobriamente
puesto en el caballo, se pensaba en Don Laguna y el overo, redivivos en la
ciudad.
El resero hizo que los caballos se
agruparan frente al entarimado donde se encontraba Hipólito Yrigoyen, éste
alabó y felicitó al resero por la elección del pelo vistoso y, al alejarse la
tropilla se quedó balbuciendo los versos de la primera décima del poema de
Estanislao del Campo.
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